Ilustración de @brenna_quinlan

Aprender. Ése es el esfuerzo mayor que se lleva a cabo en un huerto, aunque el dolor de espalda después de arar la tierra pretenda decirnos lo contrario. Cada vez que uno se enfrenta a la naturaleza con el propósito de obtener algún fin concreto, ésta le enseña algo nuevo: «aprendizaje por proyectos» que se dice en la jerga pedagógica, «aprender a base de cagarla» que diría cualquiera hoy en día, o bien puesto en una expresión bastante más cuidada, «con la cruel fusta de Zeus hemos aprendido los aqueos» (Hom. Il. 13. 811-2), como habría dicho Áyax en la Ilíada.

Pues esta fusta en el huerto tiene distintas puntas, riqueza y manifestaciones variadas. Una de las más características y que afecta sobre todo a los novatos son (¡sorpresa!) las estaciones. Sí, las estaciones existen, y cuando uno trata de hacer algo semejante a agricultura-no-moderna (es decir, no solo sin maquinaria sino también sin agua corriente) resulta que en verano en este clima mediterráneo no tiene nada que hacer. Como decía Hesíodo, después de la faena de la siega, ya te puedes echar a la sombra con un buen vino, un buen pan, leche y carne en abundancia: «bebe luego el vino rojizo sentado a la sombra, con el corazón harto de comida y la cara vuelta al Céfiro [viento del Oeste]» (Hes. Op. 593-5). Después del aventado y almacenado del grano en junio-julio, ya puedes dejar que tus esclavos y bueyes descansen un poco hasta septiembre.

«¡Pero si el verano es la estación más productiva de todas!». Dejar la tierra inactiva en verano, vaya escándalo. Es la más productiva, efectivamente, si tienes producción intensiva de tomates, calabacines, etc. con agua en vena. Sin embargo, nosotros preferimos dejar la tierra descansar. Primero, porque este huerto no cuenta con agua en vena, sino sólo con agua pluvial almacenada (en Barcelona huelga decir que no es mucho lo que llueve). Segundo, porque estamos aprendiendo y aplicando Permacultura. Sea lo que fuere este concepto (que nace, al igual que la agricultura industrial más depredadora, de una concepción científico-técnica de la naturaleza) para nosotros es una apuesta por dejar-estar. También es un intento de dejar que el terreno se reconstituya por sí mismo y de este modo poder dejar de consumir las famosas bolitas azules, el mal más grande (y el pecado más abyecto) para quien tiene un huerto.

Ahora en verano, una vez recogida ya nuestra espelta, la tarea hortelana más urgente es, además de descansar como sugiere Hesíodo, componer los «sándwiches» o «montículos»: se amontonan tierra, restos vegetales, palitos de madera, hojas secas, etc. en distintas capas, como si de una lasaña se tratase, sobre los campos de cultivo mismos, para que los bichitos hagan su trabajo. Veremos qué resultado nos dan. Hasta ahora siempre hemos hecho nuestro compost en «bañeras» o «composteros», con la desventaja de que la cantidad de compost resultante es mucho más pequeña. Esto de los montículos lo hemos aprendido del libro Cómo poner en marcha tu huerto de Permacultura, de Nelly Pons y Pome Bernos, que bien podría llamarse «Permacultura para Dummies» porque la verdad es que es un poco el espíritu de la lectura. Rápida, sencilla y a saco. Los dibujos son preciosos.

La Permacultura no es sólo seguir el ritmo de la tierra o preparar montículos. Si hubiera que describirla con una sola frase, sería: «intentar que el huerto sea lo más parecido a un ecosistema salvaje, sin que la naturaleza te coma». ¡Una delgada línea, desde luego! La regla de oro es nunca dejar la tierra vista, evitando a toda costa la erosión que provoca su desnudez (salvo en el caso de la siembra de semillas directamente a tierra, donde es inevitable). El resultado es a veces un tanto peculiar:

Aunque no lo parezca, entre toda esa maraña de hierbas hay lechugas. Fotografía de invierno.

Los resultados no le tienen nada que envidiar a las lechugas del supermercado.

Lechugas de permacultura.

Veremos cómo quedan los montículos de verano.

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