El cultivo de la tierra está lleno de aprendizajes diversos, y curiosamente, no todos guardan una relación directa con la acción de cultivar misma. Por supuesto que al plantar lechugas uno se familiarizará tarde o temprano con los errores y aciertos de esta actividad: con las especies que puedo plantar antes y después en esa misma tierra, con el número de horas de sol y sombra que necesitan las lechugas en cada estación, con los mejores sitios para plantarlas, etc. Pero no solamente aprenderá eso.

Una de las cosas más fascinantes que nos han pasado en el huerto es lo que hemos llamado la «resistencia» de la Tierra. La tierra es difícil de manejar, cualquier cosa que uno se proponga hacer sin acudir a medios mecánicos exige una cantidad de trabajo bestial. En la modernidad, esta «resistencia» no es apenas visible, salvo que lleguemos a unos niveles técnicos casi de película (por ejemplo, en excavaciones submarinas, minería a altas profundidades, o megaempresas ingenieriles similares). Pero en lo que vemos a pie de calle, una excavadora más o menos estándar puede tener una fuerza de excavación de alrededor de 9476 Kgf.m, (puede extraer y mover a lo largo de un metro con el brazo poco más de unas 9 toneladas). Todos hemos visto en nuestro entorno alguna sección de montaña que ha sido modificada para abrir una carretera o quizás una cantera, en pocos meses, como si fuese de mantequilla.

Pues bien, cuando uno está acostumbrado dibujar, distribuir, cambiar muros de sitio, transformar esto de aquí para allá, «no me gusta esta sección», «el camino podría ir más bien así», etc. el plano lo aguanta todo, pero la tierra obviamente ofrece una resistencia. Y ésta es tan grande que uno tiene que olvidarse de sus «proyectos locos» y adaptarse a lo que hay, realizando operaciones quirúrgicas y comprendiendo el sitio. Esto no sólo pasa con la construcción de muros o los movimientos de tierra. También hay ciertos cultivos o especies que aparentemente «no pueden faltar» en un huerto, y uno insiste e insiste y no da con el sitio adecuado, con la manera adecuada de tener ahí esa especie y que produzca, que florezca y dé fruto. Se nota en esa «resistencia» de la Tierra una idea preconcebida que teníamos, que no era adecuada. Ella, insistente, nos hace abandonar la maldita idea, nos invita a cambiar de manera de pensar: si no funciona esta especie, probemos con esa otra; si estas plantas aquí se queman en verano, probemos en otro sitio; si el parterre se llena de adventicias y los bulbos no prosperan, esperemos un tiempo, que parece que el año pasado dieron buenos resultados, etc.

Alisos (Lobularia maritima) en el huerto: la primera vez que nos propusimos plantar una especie tapizante obviamente no escogimos césped (un gran consumidor de recursos hídricos) sino trébol enano, pero no salió. Sencillamente no le gustaba esta tierra o precisaba de más riego del que estábamos dispuestos a darle. El aliso milagrosamente salió a nuestro encuentro como adventicia y tapizó grandes zonas del huerto, sin que lo hubiéramos previsto.

¿Por qué es útil esto para el investigador? Uno de los sesgos más frecuentes de quien se dedica a la investigación es el sesgo de confirmación. El fenómeno estudiado tiene que coincidir con las hipótesis que se han planteado en un primer momento, por tanto, se selecciona y favorece aquella información que confirma nuestras creencias. Esto ocurre especialmente cuando las hipótesis planteadas son importantes para el investigador por ciertos motivos. Motivos en cuyo análisis no voy a entrar, pero he visto con relativa frecuencia al menos dos: económicos, porque hay que ganar el próximo proyecto financiado, y esto sólo lo conseguiremos confirmando nuestras hipótesis del proyecto presente, o políticos, porque x aspecto de la sociedad tiene que poder ser descrito como yo he previsto que lo hiciera; o porque cierta interpretación de los documentos históricos ha de ser la correcta, ya que legitima causas abiertas o vigentes todavía hoy.

Sesgos cognitivos frecuentes en la labor del investigador.

El trabajo de la tierra, al enfrentarse a muchas de las ideas que concebimos sin conocerla lo suficiente y, sobre todo, sin haberla trabajado lo suficiente, nos ha desmontado una gran cantidad de proyectos y de cultivos, simplemente por medio de su «resistencia». Es la Tierra la que tiene que «hablar», y el cultivo será como una conversación. Como investigadora en fenómenos arquitectónicos que atañen a ciertas etapas de la antigüedad, me es también imprescindible dejar hablar a estos fenómenos a través de sus textos, y en sus propios conceptos. No convertirlos en una marioneta para que digan lo que tú quieres que digan. Al menos esto es lo que yo he aprendido a través del huerto.

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