Abrimos hoy con dos noticias que, en principio, puede que no parezcan tener una conexión clara.

La primera: El «Hort d’en Tomàs», otra historia de BCN, 04/07/2022. En ella se exponen con claridad algunos apuntes de la historia del huerto y los diarios en los que Tomàs narraba su vida y su relación con la actividad de cultivar. También el primer intento de desmantelamiento del huerto y una breve exposición de los motivos para salvarlo: su potencial para ser un instrumento de enseñanza de valores en relación a la tierra, la observación de especies, el cultivo y la obtención de alimentos por medios sostenibles. También la versión de las fuentes municipales sobre el espacio, y la denuncia de los agentes forestales del Parc Natural de Collserola sobre su presunto estado de abandono.

La segunda: Conseguir la independencia alimentaria de España con un modelo agroecológico es posible: toca cambiar de dieta, 23/06/2022. Se expone aquí un informe basado en datos y en varios modelos predictivos a futuro sobre cómo debería ser la agricultura del futuro en España para que el país alcance la soberanía alimentaria. Es decir, para que pueda vivir de sus propias hectáreas (sin necesidad de abastecerse mediante importaciones salvo para productos muy concretos) y, a la vez, realizando cultivos agroecológicos. La conclusión es que no puede hacerlo sin cambiar los hábitos alimenticios de los españoles. La soberanía alimentaria exige,, por ejemplo, reducir bastante (del orden de un tercio) el consumo de carne de cerdo y pollo e incrementar (duplicar) el de leguminosas y verduras.

Un resumen videográfico del informe puede verse aquí.

¿Es posible introducir un cambio en el día a día de la población de este calibre? Si es que hay alguna posibilidad de que esto suceda algún día, no puede tratarse de una transición impuesta sin más, como una decisión de despacho que se defiende desde tablas y cifras. Ha de pasar necesariamente por una comprensión de la mano de una transformación educativa que profundice en estos cambios que se quieren implementar y los dote de un sentido integral en relación a los fenómenos que nos rodean: la falta de agua, la transformación del clima, el agotamiento y encarecimiento a medio y largo plazo de los combustibles fósiles y por tanto, de los abonos químicos y los costes agrícolas.

Pronto vendrán las preguntas: ¿por qué hemos de hacer esto en el contexto que se nos presenta? ¿Por qué la manera de cultivar convencional de la agroindustria ha de ser modificada, teniendo en cuenta que ha permitido el período de mayor prosperidad quizá nunca observado para la humanidad? Son preguntas que surgen a pie de calle y que de ningún modo pueden ser ignoradas o ninguneadas (saldrá muy caro esto de llamar «negacionista» o «magufo» a cada ciudadano interesado por cuestiones que le afectan tan directamente). Para poder responderlas necesita uno armarse bien con conocimiento científico sobre el papel, o alternativamente, con experiencias de contacto con el cultivo de la tierra: saber cómo funciona el suelo y qué es un suelo apto para cultivo (y qué no), cómo el suelo se puede echar a perder a través de una serie de procesos (fertilizantes, sobrearado, erosión, etc.) que lo empobrecen cada vez más y nos hacen dependientes de los abonos químicos o las dificultades de la gestión del agua, entre otros.

Si estas dos noticias tienen algún frente común o conectan en algún punto es en éste: necesitamos espacios en nuestras ciudades para conectar con el campo, pero de una forma experiencial y viva. Observar las lluvias y la sequía y ver cómo afectan a los cultivos. Crear tierra fértil a partir de la descomposición de residuos vegetales con el trabajo de insectos. Removerla con las manos. Saber lo que cuesta sacarle a la tierra el sustento. Tener la oportunidad de observar el origen de lo que comemos más allá de la estantería de un supermercado.

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